martes, 8 de noviembre de 2011

Aquel cuerpo inerte frente al suyo propio, tendido en el suelo enfriado por el invierno. Un invierno de colores blancos, donde las pálidas pieles de la gente de aquel triste pueblo sin color se escondían tras abrigos y bufandas, gorros y guantes. Era difícil reconocer a alguien sin oírle la voz o fijarse en su ropa, lo cual hacía la tarea más fácil. Aquella chica no le había hecho nada. No podía creerse que le había hecho semejante crueldad a alguien y menos tratándose de su mejor amiga. Sólo había una solución, pero la conmoción hizo que no se diese cuenta hasta que fue demasiado tarde como para llevarla a cabo. La sangre se drenaba en la alfombra, una alfombra peluda, la cual le recordaba a algún viejo momento, como todas las cosas que allí se encontraban. Las cosas más insignificantes le decían algo: una lámpara, un cepillo del pelo... Aquello era imposible. Llevaba horas sentado frente al cuerpo y aún no lo asimilaba. ¿Qué diría la gente de lo ocurrido? Las marcas obviaban que no había sido un accidente, por mucho que lo hubiera sido. Él no era culpable de los instintos que tenía, ni era consciente de la fuerza que en ese momento asolaba su cuerpo. Aquel pueblo ya no iba a ser el mismo. Hacía apenas dos días que los nuevos habían llegado y ya había tres personas muertas, contando a la chica. Él se levantó, tirándose de los pelos, ya no sabía que hacer, ya no podía confiar en sus instintos, le fallaban. O empezaba a controlarse o acabaría mal. Recogió todas sus cosas y se marchó, saliendo a la fría calle, oscura, sin una mínima luz en todo el pueblo. Se alejó, fundiéndose en la penumbra, donde la gente lo vio por última vez.